Islandia. Día 10, y final. Grundafjordur – Reykjavik

Todo lo bueno tiene un final, en este caso feliz. Tras 10 días explorando Islandia, volviamos al punto de partida de toda esta historia, llegabamos a Reykjavik. Aún nos quedaban más de 100 kilómetros para llegar a la capital, pero al estar en la etapa final, se hizo mucho más llevadero. Tras abandonar la península de Snaefellsness, a media mañana nos detuvimos en la localidad de Borgarnes. Fue una parada rápida, pero tuvimos tiempo suficiente como para tomar un cafe y un pastel de chocolate, negro como el carbón. Para llegar a Reykjavik, atravesamos el tunel más largo de toda la isla: Hvalfjörður Tunnel. Además de por sus casi 6 kilómetros, la obra impresionaba sobre todo porque estaba construido bajo el agua del mar. Con esta obra, y cruzado un fiordo, se ahorran los 45 kilómetros que hacen falta para bordear la costa.

La entrada en la periferia de la ciudad fue chocante. Acostumbrados a transitar practicamente solos, se nos hacia extraño circular por una autovía rodeados de más coches. Asimismo, a medida que nos acercabamos al centro, se empezaban a ver cada vez más polígonos industriales y bloques de pisos, algo que hasta ese momento había brillado por su ausencia.

Capa de mierda antiradar

Tras dar un par de rodeos a las calles del centro de Reykjavik, conseguimos aparcar cerca del Reykjavik Downtown Hostel, por lo que dejamos las mochilas en la habitación y fuimos a reconocer el terreno. No teniamos que devolver el coche hasta la tarde, así que nos animamos a dar un primer paseo, y aprovechar para comer algo. Nos decidimos por una pizzeria, regentada por hindús. No se cara de que nos vieron, que cuando empezamos a comer cambiaron de música. Y vaya música: Camarón en versión chunta. Aquello parecían los autos de choque. Tiene narices la cosa, irnos hasta Islandia para tener que sufrir las flamencadas.

Iglesia de Hallgrímskirkja

Después de comer, por fin dejabamos el coche y nos convertimos de nuevo en peatones.  Nos costo un rato llegar a la oficina de Europcar, teniamos un plano, y sabiamos a donde teniamos que ir, pero lo difícil fue acertar con la ruta. Cuando llegamos, revisaron el coche por si tenía algún rayón o golpe. Lo raro es que pudieran ver algo con la suciedad que tenía tras estar 10 días por caminos de cabras. Fue todo si problemas, así que cogimos un bus y regresamos al centro.

Si alguna vez os acercáis por esos lares, nunca planeeis una estancia de más de dos días en Reyjkavik. En nuestro caso ibamos a estar día y medio, y nos dio tiempo más que de sobra para patear sus calles y monumentos más interesantes. Lo que que más nos gusto fue sin duda la iglesia de Hallgrímskirkja. El edificio sorprende lo mires por donde lo mires. Nadie diría que es una iglesia. Además de ser el edificio más alto de la ciudad (y del país), el hecho de estar en una colina hace que destaque y sea visible desde bastante lejos. El día que estuvimos estaba despejado, por lo que encima destacaba aún el blanco de su piedra. En la parte delantera, destacaba la estatua de Leif Eriksson, hijo de Erik el Rojo, y cuya granja reconstruida visitamos el día anterior.

Dando de comer a los pajaros en Tjornin

Otro de los sitios más bonitos de Reyjkavik es el estanque de Tjornin y sus alrededores, donde viven al menos una veintena de especies de pajaros. Se agradece dar un paseo rodeado de patos y junto al verde cesped, aunque a veces tengas que andar esquivándolos. De salvajes no tenían nada, sobrevivían gracias a lo que les daban de comer y en vez de alejarse de las personas, practicamente se acercaban por si caía algo.

El centro urbano de Reykjavik es tan pequeño que te puedes mover andando de un sitio a otro sin problema. Siendo así, si te apetece darte un paseo junto al mar, te plantas con suma facilidad en su bahía. Cuando estuvimos nosotros, el viento era helador, baste decir que termine con dolor de oido, casualmente en el que me daba el viento. De todas maneras, apetecia darse un paseo, al menos hasta la escultura Solfar, otro de los puntos emblemáticos de la ciudad, o al menos de los más fotografiados. El hecho de intentar fusionar el esqueleto de un barco con el de una ballena sorprende.

Posando junto a la escultura Solfar

En la última tarde que estuvimos en la ciudad, fuimos testigos de un fenómeno fan adolescente. Nos extrañaba que un montón de críos/as fueran vestidos de morado, en grupos, dando vueltas por la plaza principal. Algunos tenían cartulinas y pancartas. Y fue cuando pasaron a nuestro lado cuando vimos que algunos llevaban camisetas de Justin Bieber. Leches, el niñato ese estaba en Reyjkavik. Curioso que el primer día nos encontaramos el avión de los Iron Maiden y en el último a Bieber y sus cachorros.

Esa misma tarde nos encontramos con la pareja catalana con la que coincidimos en un hostel junto a Husavik, por lo que nos fuimos a tomar algo con ellos y después a cenar. Para esa última noche elegimos un restaurante vikingo, asi como suena. El restaurante estaba decorado todo con madera, y los camareros estaban disfrazados de vikingos, con sus pieles, cascos y demás parafenarlia. Pero lo más destacado de la coche no fue el ambiente, sino lo que cenamos: carne de ballena. Entramos precisamente por eso. Hace unos pocos años que la pesca de ballenas ya no esta prohibida en Islandia, debido al parecer a la crisis económica, esa excusa que para todo vale. A simple vista parecía un filete normal, pero su sabor era muy distinto a lo que habíamos probado hasta ese día. Me costo acostumbrarme a su sabor, pero poco a poco fui asimilándolo. Es muy extraño, una mezcla entre la carne y el pescado. Al empezar a comerlo sabe a carne, pero al final deja un regustillo a pescado, a atún concretamente. Cuando te haces al sabor, termina gustando.

Al salir del restaurante tuvimos la experiencia que nos faltaba por disfrutar en Islandia: vimos una aurora boreal. Increible ver como el cielo cambiaba de color y la luz de forma. Duro solo un minuto, pero con aquello tuvimos suficiente para alucinar. Este fenómeno esta originado por el frío, y al estar en septiembre, todavía no se veían muchos. En invierno tiene que ser un espectáculo.

El último día fue el de vuelta. Tras hacer escala en Londres, aterrizamos en Loiu y sufrimos nada más aterrizar el cambio de aires, y sobre todo, de temperatura: de estar a 10ºc de máxima, a los 20ºc que había en la Euskal Herria tropical. Fin del viaje y vuelta a la rutina. Con pena, pero con la imagen de un viaje inolvidable grabada en la retina.

Si alguien está interesado en viajar a Islandia, que me lo comente, que le puedo pasar el detalle de la ruta que hicimos.

Islandia. Día 9. Osar – Grundafjordur

Tras el mal día anterior, Osar amaneció con otro color y luz. Tampoco es que fuera el día más claro de todo el viaje, pero al menos daban ganas de salir a la calle. Y teníamos un objetivo: nos esperaban las focas. A pesar del mal tiempo de la noche anterior, la nieve no había cuajado, solo las cumbres de los montes se teñían de blanco. En la planta  inferior del hotel, nos encontramos varias tiendas de campaña, secándose, sobre las mesas. Al parecer, algunos aventureros tuvieron que resguardarse en el hotel en vista del infernal clima que hacia fuera.

Y volvimos de nuevo a bajar por la misma pista que el día anterior, dirección, la playa. Hacia mucho menos frío, y con las fuerzas y el animo intacto, nos encontrábamos de nuevo en la playa de arena negra. Intentábamos vislumbrar algo en el agua, y de vez en cuando se veía movimiento, un punto negro que se asomaba entre las gélidas aguas y volvía a desaparecer. Pero siempre en el centro de la bahía, bastante alejado. Pasaban los minutos y se veían cada vez más puntos, y sobre todo, cada vez más cerca. Hasta que al final empezamos a distinguir sus cabezas: las focas estaban ahí. Tímidamente, pero con curiosidad, sus cabezas aparecían y desaparecían a menor distancia. Las distinguíamos perfectamente. Y encima no había solo una, en algún momento llegaron a ser cinco las que estaban frente a nosotros, a unos siete metros. Como por arte de magia, la playa pasó de estar vacía a tener focas por todos los lados, además de las cercanas, habría diez más nadando en aguas más lejanas. La pena fue que no se acercaron más. Teníamos la esperanza de verlas en la arena, pero eso es mucho pedir. Curiosas si, pero tontas no. Y así estuvimos un buen rato, disfrutando del seguramente momento más inolvidable de Islandia, hasta que al final las focas se cansaron de nosotros y se fueron a nadar a otras aguas. Increíble experiencia durante los minutos que duro.

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Eran solo las 9 de la mañana, y nos esperaba otro día en la carretera. Volvimos por los 30 kilómetros de pista y accedimos a la 1, la vía principal del país. A diferencia del horroroso día anterior, parecía que el tiempo mejoraba, al menos había dejado de nevar y estábamos a más de 5 grados. Seguimos  la carreta de la costa durante al menos una hora, y aproveche que nos encontramos una gasolinera para tomar un café de maquina, que no estaba malo, y picar algo. Se hace hambre viajando.

Recreación de la casa de Erik el Rojo

El siguiente lugar a visitar era Eiriksstadir, la granja de Erik el Rojo, supuesto descubridor de América. No se que rigor histórico o científico tendrá. Obviamente, los españoles se adjudican el tanto, pero a su vez los islandeses tienen su propia teoría: fueron los habitantes de su isla los primeros en arribar a las costas americanas, y mucho antes que Colón. Lo dicho, no se que rigor puede tener tanto una teoría como la otra, pero creo antes a los nórdicos. El lugar estaba un poco escondido, nos costo dar con el, y encima cuando llegamos, estaba cerrado. No porque hubiéramos llegado tarde, sino porque estábamos fuera de temporada. De todos modos, el recinto se podía visitar. Habían construido una reproducción de la casa que en su tiempo habito Erik. De muros gruesos, y techo de turba, perfecta para soportar el frío invernal islandés. No pudimos entrar a verla, pero el entorno, con lagos, prados y montañas era premio suficiente para el visitante. Incluso hacían una representación en temporada alta.

El soleado día invitaba a recorrer cuantos más kilómetros mejor. Así que aprovechamos para hacer una buena ración de pista de grava: si nos quejábamos de los 30 km matutinos, para el mediodía nos esperaban 50 más. Nos adentrábamos en la península de Snæfellsnes. Con paciencia y buena letra, disfrutando de los paisajes costeros, adonde habíamos retornado, transitamos por una carretera comarcal hasta la hora de comer. Por el camino, pasamos por granjas aisladas, playas solitarias, y nos cruzamos con unos pocos coches, en su mayoría todoterrenos. Por momentos, la conducción resultaba monótona, pero no hay como ir fijándose en el increíble paisaje que te rodea para disfrutar como un enano. Incluso llegamos a pasar junto a unas pequeñas islas, de escasos 200 metros cuadrados, donde habían construido alguna granja. No pudimos acercarnos mucho, pero parecía que estaban deshabitadas. Y no es extrañar. Eran unas cuantas islas similares, diseminadas junto a la costa, cerca de la orilla, y sin forma de llegar a tierra si no era en barco. En su día podía ser un buen lugar, pero hoy en día la supervivencia resultaría complicada sin las comodidades a las que estamos habituados.

Por fin, cambiamos la grava por el asfalto, y nos adentramos en la civilización. Era la hora de comer. Como cada día, teníamos que buscar un lugar donde llenar el estomago. Nos encontrábamos cerca del pueblo de Stykkishólmur, por lo que nos dirigimos al mismo. Supuestamente, y siguiendo los consejos de la guía, no tendríamos problemas para comer en un restaurante. Error. Recorrimos el pueblo un par de veces, nos detuvimos e intentamos entrar en par de locales, pero fue en vano. Una vez más, nos vimos abocados al grill de la gasolinera. Nos quedaba el consuelo de que conocíamos el menú mejor que el del Larrea, así evitábamos sorpresas. Y no las hubo. Era sota, caballo y rey, pero sabias con seguridad lo que te iban a sacar.

La costa de Snaefellsness

Para la tarde no aguardaba unos de los mayores espectáculos de Islandia: el parque natural de Snæfellsjökull, situado en la península de parecido nombre: Snaefellsness En un área al menos 50 km cuadrados, volcanes, acantilados, playas y demás fenómenos naturales adornaban un paisaje descomunal. En vez de continuar por la costa, cambiamos el sentido de nuestra ruta para dirigirnos al sur y completar la vuelta a la península en el otro sentido. Al salir de Stykkishólmur, comenzamos la ascensión a una cadena montañosa, y volcánica, en la que el viento nos hizo dar un par de peligrosos volantazos. Nunca he conducido con tanto viento, ni en Lanzarote. El coche se tambaleaba y nos obligaba a conducir despacio, aunque transitábamos por una de las carreteras mejor asfaltadas de las que nos encontramos. Al bajar el puerto, por la otra cara de las montañas, el viento aumento considerablemente, en contra de lo que preveíamos.

En este lado de la montaña, los paisajes eran brutales. El contraste de colores impresionaba: verdes, amarillos y marrones de distintas tonalidades, daban un aspecto de dibujos animados a las montañas. Era imposible no desviar la mirada una y otra vez de la carretera. Kilómetros y kilómetros, con el mar a la izquierda y las montañas a la derecha, y entre ellas, la pista por la que circulabamos. El viento soplaba con tal fuerza que daba miedo hasta bajarse del coche. Solo quedaba agarrar con fuerza el volante y resistir sus abatidas como podíamos. El agua del mar se elevaba varios metros, empujada por el viento, y creando figuras imposibles, que subían y bajaban sin cesar. La verdad es que no invitaba a bajarse del coche a grabar, una pena.

El impresionante volcán Snaefell

Poco a poco nos aproximábamos al volcán de Snaeffellsjokull, aquel que describía Julio Verne en su libro ‘Viaje al centro de la tierra’. Junto al volcán se podía visitar un glaciar, e intentamos acercaron lo máximo posible al mismo. Tras desviarnos de la carretera principal, nos adentramos en una pista, que en ningún lado indicaba fuera de montaña. La carretera de tierra y piedras fue cogiendo cada vez un peor aspecto, nos cruzamos con una par de todoterrenos que descendían, y continuamos nuestro camino, cada vez con mas dificultad. Llegó un momento en el que solo podíamos subir en primera, suave suave y esquivando pedruscos considerables. Finalmente, decidimos darnos la vuelta, en vista de que el terreno no parecía fuera a mejorar. Nos detuvimos en un pequeño llano, junto a la cueva de Sönghellir, y aprovechamos para girar. Justo cuando comenzamos el descenso, nos quedamos alucinados al ver bajar un autobús, a toda velocidad, por la pista por la no nos atrevíamos a continuar. Impresionante.  Obviamente se trataba un autobús 4×4.

Antiguo secadero de bacalao

Descendimos con cuidado, y volvimos a nuestra carretera. Nos quedamos sin ver el glaciar, pero no hacia falta subir tan arriba para disfrutar de la inmensidad del volcán. Durante kilómetros y kilómetros, se apreciaba la lava en sus laderas, en ese estado desde la ultima erupción. Fuimos rodeando el volcán y deteniendonos en varios puntos, siempre que el paisaje merecía la pena: antiguos secaderos de bacalao, inospitas playas, rompeolas, … Tardamos toda la tarde en dar la vuela a la península, siempre con el volcán a la vista. Los pueblos de esta zona costera, eran pueblos pesqueros, como la mayoría de los que visitamos en la isla.

Llegamos a nuestro destino, Grundarfordur, para las 6 de la tarde, por lo que nos dio tiempo de sobra a encontrar el hostel, dejar las mochilas y salir a cenar a uno de los bares del pueblo. A diferencia de lo que habíamos padecido durante todo el viaje, en esta ocasión nos encontramos una localidad con mas vida social de lo que nos había deparado Islandia. Esa noche, en la cafetería Kaffi 59, se celebraba una espectáculo de humor en vivo, teatro, musica, payasos, etc. Y allí nos metimos. Los vecinos pagaban la entrada con tarjeta, una muestra mas de la afición islandesa de pagar todo con tarjeta. A nosotros no nos cobraron nada, ya que se notaba a leguas que no éramos del pueblo, y no estabamos interesados en la actuación. Así que mientras cenábamos, toda la juventud del pueblo se partía de risa con los comediantes, que creíamos eran ingleses. Por lo poco que vimos y entendimos tenía muy buena pinta. Fue un buen colofón para un gran día.

Islandia. Día 8. Siglufjordur – Osar

Octavo día, y todavía muchas cosas por contar. Poco a poco nos acercabamos a Reykjavik, estabamos completando la vuelta a la isla por el Ring Road. Este día fue sin lugar a dudas el más duro de todos: el tiempo fue impasible con nosotros, casi no nos dio tregua.

Puerto de Hofsos

Dejamos Siglufjordur bajo una lluvia incesante. De vuelta a la carretera de la costa, nos detuvimos un momento en la localidad de Hosfos. Esta población, tenía un vínculo muy especial con EEUU y Canada, ya que en el siglo XIX se produjo un flujo migratorio muy importante a tierras americanas. De ahí que incluso tuvieran un centro de emigrantes en el se estudiaba el fenómeno y se investigaba la genealogía. Lo que más nos llamo la atención de este pueblo fue la guardería. Detuvimos el coche un momento para sacar unas fotos, y fue salir, hacer una instantanea al puerto, y volver a toda leche adentro. No se podía estar afuera. A unos pocos metros, niños de menos de 4 años jugaban tranquilamente en el jardín del colegio. Estaban embutidos en unos buzos impermeables, pero era increible ver como correteaban, bajaban por el tobogan o se columpiaban. Parecían no inmutarse ni por el viento ni por la lluvia. Alucinante. Es evidente que estan hechos de otra pasta.

Al salir del pueblo, vimos un curioso espectáculo: varios vecinos persiguiendo a una especie de cabra, de lana blanca, y no pequeña precisamente. Iba de un lado a otro de la carretera, envistiendo a todo lo que se ponía por delante, y las personas eran incapaces de hacer nada, excepto seguirla. Era cómico ver como los coches se apilaban en la cuenta, y se sumaban más vecinos a la caza. Como no nos apetecía salir bajo la lluvia a correr tras el bicho, cuando lo vimos alejarse, hicimos lo mismo pero en dirección contraria.

Iglesia de Holar

Abandonamos la costa por un momento y nos dirigimos esta vez al interior. A unos pocos kilómetros, se encontraba la población de Holar, conocida entre otras cosas por su universidad. Resultaba chocante que en una población de tan solo 100 habitantes y en un entorno rural, existiera una universidad. Pero Holar fue durante siete siglos el centro cultural y educacional del norte de Islandia, por lo que una vez conocida su historia, resultaba un poco menos extraño. Eso si, imposible pensar en tomar un café o algo para calentarse. Visitamos las típicas casas de turba, la iglesia, y reemprendimos de nuevo la ruta.

Como ya teníamos ganas de tomar algo, hicimos la siguiente parada en Skagafjordur, la población más grande en cientos de kilómetros. Aún eran las 12 de la mañana, pero el día estaba tan oscuro, y llovía de tal manera, que en vez de ver el pueblo, nos metimos en una pastelería a tomarnos un reconfortante café con crema y comernos un pastel de quitar el hipo. Los lugareños se estaban tomando la característica sopa islandesa, que no falta en ninguna cafetería, restaurante o gasolinera. Se puede decir que es el plato estrella del páis, por delante del pescado. Al menos, es el más consumido.

Bajo la lluvia en Glaumbaer

Cerca de Skagafjordur, se encontraba Glaumbaer, la granda de turba más grande de la isla. El lugar merecía una visita a conciencia, sobre todo por dentro de las casas, pero el clima no invitaba a estar mucho tiempo fuera del coche. Salir unos minutos suponía volver calado. A pesar de las adversidades, nos dimos un paseo rodeando la granja. Quizá las casas no fuera tan antiguas como otras que habiamos visto anteriormente, pero ciertamente era con diferencia la más grande con sus 16 casas.

Tocaba parar para comer, y esta vez tuvimos suerte, ya que encontramos un restaurante abierto en Blonduos. Siguiendo la guía azul, y tras intentarlo en un par de locales, llegamos a parar al restaurante Potturinn, todo un descubrimiento. Nos costo decidirnos por la variedad de su carta, pero finalmente comimos dos platos de pescado. El salmón, fresco, y con gran sabor. La sopa del día, buenísima también. En definitiva, uno de los mejores restaurantes de entre los que estuvimos en Islandia.

Las ruinas de Borgarvirki

Con la tarde por delante, y demasiado cerca del hostel de Osar, de camino aprovechamos para detenernos en algún que otro sitio. Siguiendo una señal que indicaba un punto de interes, nos adentramos en una pista de piedra suelta, que poco a poco iba ascendiendo a una cadena de montañas. A medida que ascendiamos, el clima fue inquietándonos. El viento movía el coche con violencia, hasta el punto que al detenernos y salir afuera, la puerta se abrio con tal fuerza que estuvo a punto de arrancarla de cuajo. Puede que suene exagerado, pero estabamos a 2 grados y estaba nevando. Esti volvió al coche por precaución, pero yo me acerque corriendo a la antigua fortificación de Borgarvirki. Ya solo quedaban los restos de los muros, pero desde sus 177 metros de altitud, dominaba la zona con unas estupendas vistas. Al bajar al coche, una racha de tiempo, que me pillo desequilibrado, estuvo a punto de tumbarme. Poco le falto.

Una vez más, nos tocaba hacer noche en un hostel apartado, a 30 kilómetros de la carretera principal. Tuvimos quer circular de nuevo sobre una pista de piedra y grava para llegar al Osar Hostel. Pero merecia la pena, el hostel estaba junto al mar, las vistas eran increibles, y sobre todo, se encontraba frente a la mayor colonia de focas de Islandia. No tardamos mucho en dejar las cosas en la habitación, y bajamos por una pista hasta la playa. El viento junto al mar era helador y estaba nevando, por lo que no pudimos aguantar mucho tiempo en la orilla. Al igual que en Husey, no vimos ninguna foca. Segundo intento fallido. Llegamos al hostel medio congelados y volvimos a entrar en calor pegados a los radiadores. No pudimos evitar preguntar al dueño del hostel por las focas: volver a bajar mañana por la mañana, fue su respuesta. No perdimos la esperanza.

El tiempo iba cada vez a peor, y cuando estabamos terminando de cenar, se fue la luz en el hostel. Menos mal que compramos el frontal antes del viaje. El responsable del hostel intentaba encontrar el problema, pero no conseguía solucionarlo. Como el tema no tenía pinta de mejorar, nos fuimos a la cama, donde mejor podíamos estar.

Islandia. Día 7. Berg – Siglufjörður

Tras quedarnos sin ver ballenas, volvimos a la ruta con ganas de ver una gran ciudad, o al menos esa era la idea. Llevabamos varios días transitando por lugares aislados, pueblos pequeños, lugares con encanto; pero necesitabamos volver a sentir el pulso de la civilización. Nos acercabamos a Akureyri.

Godafoss al fondo

El día amanecio lluvioso. Dejamos Berg sin prisas, y de nuevo en la carretera, nos acercamos a ver la cascada de Godafoss o catarata de los dioses. Realmente, las que vimos los primeros días, Skogarfoss o Gulfoss, eran más espectaculares, pero Godafoss tenía su historia particular. En este mismo lugar, los antiguos islandeses abandonaron el paganismo, dejaron de lado sus antiguos dioses y se convirtieron al cristianismo. Y lo hicieron a su vez de un modo simbólico: arrojando a la cascada las figuras de sus dioses paganos. Fue en el año 1000. No se si ganaron con el cambio.

Después de conducir un rato con una lluvia incesante, llegamos por fin a Akureyri. Tratándose de la segunda ciudad en importancia de Islandia, nos esperabamos una gran ciudad, nada más lejos de la realidad. Con sus 17000 habitantes, menos que Laudio, no pasa de ser un pueblo grande. Tiene infraestructuras de ciudad: puerto, aeropuerto, todo tipo de servicios, etc., pero sorprende que este todo tan recogido.

Iglesia de Akureyri

Durante la visita dejo de llover, por lo que pudimos pasear por sus calles  tranquilamente. En unos cientos de metros, encontramos todo lo que buscabamos. En primer lugar, nos dirigimos a la iglesia. En Islandia hay dos tipos de iglesias: las antiguas y pequeñas, que son comunes en los pueblos pequeños; y las nuevas y grandes, que destacan sobre todo por su arquitectura. La de Akureyri es un claro ejemplo de la arquitectura vanguardista que sustituyo la belleza de lo pequeño por la precisión y el diseño de lo moderno.

Como era media mañana, entramos en una original cafetería, el Blaa kannan cafe, para hacer el hamaiketako. Por fuera, era una de las casas más bonitas del casco urbano, nos llamo la atención sobre todo por eso, pero lo realmente interesante era el interior: pasteles, tartas, cafes, helados, bocadillos, sopas… todo con un aspecto increible. Aprovecho para hacer un comentario sobre el café en Islandia: se ven muy pocas cafeteras como las que estamos acostrumbrados a ver aquí, en la mayoría de los sitios hacen café de máquina, o mejor dicho, te lo tienes que preparar tu mismo. Ellos te dan el vaso, y tu pones la mano de obra, pulsas al botón, y listo. A pesar de eso, me tome un montón de cafes, y aunque pueda parecer imbebible, no estaba mal del todo. En el Blaa kannan, el café era del bueno, echo a mano, y con cafetera de las buenas. Y no solo estaba bien el café, las tartas, que era lo otro que probamos, sublimes. Nos comimos una de chocolate, negra como el chapapote, espectacular.

Esti junto a un vikingo 'de pega'

Continuamos el paseo por la calle principal, y nos detuvimos a hacernos unas fotos con unos graciosos muñecos que había en la tienda ‘The Viking’, cadena de souvenirs y productos islandeses. Como he comentado antes, la ciudad no daba para mucho más, por lo que tras hacer una visita al banco, volvimos a la carretera. Antes de abandonar Akureyri, nos paramos en una de las orillas del semifiordo que coronaba, y visitamos un área en la que su día hubo un embarcadero, quizá el primero de la ciudad, y del que ya no quedaba nada más que el recuerdo.

De nuevo en la costa, pero esta vez en la norte, seguimos la sinuosa carretera hasta Dalvik, siguiente parada de nuesta ruta. Dalvik es un pequeño pueblo de pescadores, que como muchos otros en Islandia, no le falta su fabrica de pescado. Un par de vueltas por la calle principal fueron suficientes para darnos cuenta de que los dos únicos restaurantes del pueblo estaban cerrados, por lo tanto, y una vez más, tocaba comer en la gasolinera local. El menú de las N1, que así llamaba la compañía, consistía en hamburguesas, bocadillos, kebab y pizza. Curiosamente, la misma persona que atendía la estación, se metía en la ‘cocina’ y preparaba los platos. Todo en uno, cual hombre orquesta.

Puerto de Siglufjörður

Con el estomago reconfortado, no podíamos más que retomar la difícil carretera costera. Impresionaban las montañas que ibamos atravesando. Ibamos pegados al mar, pero surcando escarpados montes. De en vez en cuando, atravesabamos túneles, largos y poco iluminados, pero no había otra forma de ir de un pueblo a otro, si no querías ir por el mar. Atravesamos la primera montaña para llegar a Olafsfjordur. Pasado el pueblo, nuevamente nos adentramos en otro tunel, de unos 3 kilómetros. Una vez salimos, nos encontramos con un paisaje increible, entre dos montañas, y con el mar de frente. Tras atravesar un último tunel, llegamos a Siglufjörður, nuestro destino.

Al igual que los pueblos de esta zona, los habitantes de Siglufjörður viven casi en su totalidad de la pesca. Lo que más nos llamo la atención de este pueblo era que tenía una estación de esqui. Si, has leido bien, un pueblo costero con pistas de esqui. Casi nada. Tras dejar las maletas en el hostel, que era más un hotel que otra cosa, dimos una vuelta por el pueblo.

Esti sentada entre las esculturas

En la zona del puerto nos encontramos con unas graciosas esculturas de madera, y no pudimos evitar fotografiarlas. El puerto estaba muy bien. Recien reformado, habian construido varias cafeterías y restaurantes donde antes había unos antiguos almacenes, que fueron devorados por las llamas. Esta era una más entre otras medidas tomadas para reactivar la economía local, con el objetivo de que el número de habitantes no disminuyera, ya  que en los últimos año habían perdido mucha población. No se si lo conseguiran, pero el resultado en el puerto era magnífico.

Antes de que anocheciera, nos dio tiempo a tomar un cafe (de verdad), volver al hostel y volver a salir para cenar fuera. Imposible. Los dos únicos restaurantes estaban cerrados, y un tercero, recomendado en la guía, no lo encontramos (o ya no existía). No es entendible como pueden subistir los hosteleros, en verano abriran todas las noches, pero una vez llega septiembre, hay pocos restaurantes abiertos. Por lo tanto, y una vez más, nos preparamos la cena en el hostel, y a la cama. Por cierto, que esa noche jugaba la selección islandesa de fútbol, y descubri que Gudjohnsen sigue en activo. Obviamente, es una estrella en el país, y más conocido que el Stjarnan Fc

Islandia. Día 6. Husey – Berg

Sexto día de viaje. Llegamos al ecuador del mismo, y todavía quedaban un montón de cosas por ver y disfrutar. Abandonamos Husey con la pena de no haber visto las focas, pero para ese día teníamos un plan todavía más atractivo: el avistamiento de ballenas. Nos aguardaba un largo trecho en coche, salimos a las 8 de la mañana de Husey con la idea de ver todo lo posible por la mañana y dejar los de las ballenas para la tarde.

Hverir en estado puro

A eso de las 11 nos plantamos en el área geotermal de Hverir. Si el entorno era impresionante, lo era aún más el apestoso olor que desprendían los pozos.  Pero merecía la pena de todas todas. Hverir está plagado de pozos y fumarolas, e impresiona el calor que desprende la tierra. En esta zona hay un montón de estaciones geotermales, lógico, solo hace falta dar un pequeño paseo para encontrarse una caldera en cualquier esquina. Por lo que pude leer en un panfleto, habían intentado un montón de veces plantar algo en esta zona, pero sin ningún resultado. De hecho, en una ocasión probaron plantando patatas, y se sorprendieron mucho al descubrir que crecían. La sorpresa llegó cuando fueron a sacarlas de debajo de la tierra, y descubrieron que estaban ¡cocidas! Os pongo un enlace a una completa galería de imágenes.

Hverir se encuentra a un par de kilómetros del lago Myvatn. Es una zona muy conocida en Islandia, ya que se pueden encontrar infinidad de lugares pintorescos en muy poca distancia. Estos son algunos de ellos:

Hverfell: un cono gigantesco, de 400 metros de alto.

Dimmuborgir: un área plagada de negras rocas de lava, de varios metros de altura, de lo más tétricas, y entre las que puedes pasear por senderos señalizados. Son conocidas como los castillos negros.

Pseudocráteres en Skutustadir: otra área con varios conos, no tan grandes como Hverfell, pero con más encanto, al estar al lado del lago y ser de color verde.

Uno de los cráteres de Skutustadir

La visita al lago fue más rápida de los que hubieramos deseado. Desde Hverir hasta Skutustadir, sufrimos la habitual la plaga de mosquitos de la zona. Se metían por los ojos, boca, nariz u orejas, sin descanso, por lo que estabamos continuamente espantándolos como podíamos, con el buff en la cara y andando con paso ligero. Cuando nos marchamos, entrabamos y saliamos del coche a todo correr para que no entraran dentro. Vaya coñazo. Después descubrimos que Myvatn significa ‘lago de las moscas enanas’.

Tras librarnos de los mosquitos demoniacos, pusimos rumbo a Husavik. Nos aguardaban las ballenas. Tras cruzar otra zona montañosa por una carretera comarcal, sin asfalto por supuesto, vimos de nuevo el mar más o menos a la hora de comer. Tras comprobar que la siguiente salida para ver ballenas era a las 5 de la tarde, buscamos un sitio para comer. Dimos un par de vueltas por el pueblo y nos decidimos por el Gamli Bakur, un restaurante situado en el mismo puerto.  Tras unos días comiendo en gasolineras, por fin nos sentabamos en un restaurante que no era un grill. Y la verdad es que merecio la pena. No solo por lo bonito que era el local, sino porque la comida era bastante buena. Comimos el pescado del día, salmón concretamente, acompañado con ensalada. Sobra decir que el sabor era infinitamente mejor al del salmón que comemos aquí.

Uno de los barcos utilizados para avistar ballenas

Después de comer paseamos por el puerto y pudimos ver como algún barco descargaba el pescado a las lonjas. La economía local se basa principalmente en la pesca, por lo que había varias empresas dedicadas al pescado congelado. Lo que pudimos apreciar en varios de los pueblos consteros que visitamos, fue que el pescado sobre todo se congela, imagino que para la exportación. En ningún sitio (ni en la costa ni en el interior) vimos pescadería alguna. De todos los supermercados que estuvimos, y fueron bastantes, solo vimos en uno que vendieran pescado fresco. Y lo mismo con la carne, era toda congelada.

Un poco antes de las 5 ya estabamos esperando frente al muelle de los barcos de North Sailing. Justo estaba llegando el anterior barco, por lo que cuando se bajaron los últimos pasajeros, pudimos subir a bordo. El barco era precioso. Un poco más pequeño que el de la foto.

Nos aguardaban 3 horas de navegación, no aptas para personas propensas a marearse. A medida que nos ibamos alejando del puerto y adentrándonos en mar abierto, el barco iba balanceándose cada vez con más violencia. Para unos paisanos de tierra firme como nosotros, se trataba de una experiencia de lo más movida. Nos sentamos en unos bancos en la proa del barco, y casi no nos movimos en todo la salida, quizá por eso no nos mareamos. En algún momento me puse de pie para grabar o sacar alguna foto, pero con el movimiento, era casi imposible atinar con el enfoque y encuadre.

Durante la primera hora, fuimos avanzando hacia mar abierto, con los ojos bien abiertos, por si veiamos alguna señal de las ballenas. El barco salió de la bahía y estuvimos dando vueltas mar adentro, a la espera de encontrarnos alguna ballena que pasara en esos momentos por ahí. Supuestamente, estabamos en una zona de paso en su migración hacia el ártico. Los minutos pasaban y no había ni rastro. Vimos algunos delfines, pero ese no era nuestro objetivo.

Esti tomando el chocolate

El sol se iba escondiendo, y el frío empezaba a atenazarnos sin compasión. A pesar de estar muy abrigados, el gélido viento del mar se nos metía hasta los huesos. El hecho de llevar dos horas sentados sin movernos tampoco ayudaba mucho. Entre el frío que estabamos padeciendo, y a la vista de que no ibamos a ver ninguna ballena, ya estabamos con ganas de volver a tierra firme. Nos dieron un chocolate caliente y un dulce de canela, llamado cinnamon rolls. Por lo menos nos endulzo la vuelta. Segundo intento de ver la fauna salvaje islandesa, y segundo fracaso.

Volvimos al puerto sobre las 8, cuando ya estaba anocheciendo. Solo nos quedaba coger el coche y buscar el hostel de Berg. Se encontraba a unos 20 kilómetros y nos fue fácil encontrarlo. En el mismo coincidimos con una pareja catalana, que estaban haciendo la misma ruta que nosotros, pero en el otro sentido.

Islandia. Día 5. Berunes – Husey

Un día tranquilo. De transición. Tras todas las cosas visitadas en los últimos días, se agradece bajar un poco el ritmo. El día anterior llegamos a Berunes de noche, así que aprovechamos para hacer unas fotos del entorno del hostel.

Granja del Berunes Hostel

Reemprendimos la ruta por la carretera nº1, nos aguardaban otra buena cantidad de kilómetros. Al igual que el día anterior, transitamos por carreteras aisladas, con unas pocas granjas a la vista. Dejamos la costa para digirnos hacia el interior, paulatinamente, el tiempo fue mejorando. Como se ve en la foto, las nubes se encontraban alojadas en los montes costeros, y al parecer, no había manera de librarse de las mismas.

A media mañana pasamos por una de las carreteras más precarias por las que circulamos en todo el viaje. Y aprovecho para recordar, si no lo he hecho antes, que las carreteras islandesas no son aptas para conductores miedosos. Como detalle, cuando alquilamos el coche nos ofrecieron un seguro por impacto de grava, encima, intentaron vendernos otro seguro antivuelco. Los cambios de rasante son comunes. En los mismos, conviene aminorar la velocidad si no quieres salir volando. Respecto a la grava, un amplio porcentaje de carreteras, una vez que sales de la principal, son de piedra suelta, por lo que es normal que ofrezcan un seguro. Me imagino que con su metereologia invernal será imposible mantener un asfalto en condiciones.

Volviendo a lo que estaba contando, estabamos atravesando una zona montañosa, por el entorno de Stefansbud. La carretera, pasó de la grava a la tierra justo en el punto más alto del puerto, cuando más pendiente tenían las cuestas. Todo esto sin quitamiedos ni ningún tipo de barrera. Pasamos sin problemas, pero no quiero ni pensar como tiene que ser ese paso en invierno, con toda la carretera nevada y con hielo. Y esta era la carretera principal.

Escultura en un río cercano a Lagarfljot

Una vez atravesado el entorno de Stefansbud, fuimos descendiendo poco a poco, disfrutando de los paisajes, rodando junto a lagos y ríos. Fue pasar las montañas y cambiar el tiempo de manera milagrosa. Olvidada la lluvia y la niebla, volvimos a ver el sol, después de casi dos días. El paisaje parecia distinto, el color verde, de otra tonalidad. El lago Lagarfljot reflejaba las montañas en sus 25 kilómetros de longitud.

La mañana pasó tranquila, y paramos en Egilsstadir para comer, como no, en la gasolinera del pueblo. En este caso, el pueblo era grande, incluso tenía aeropuerto para vuelos internos. En consonancia, la gasolinera también lo era. Al ser domingo, muchos islandeses salieron a comer fuera de casa, por lo que había bastante gente, y pudimos ver las porquerías que comían. ¿Verduras? Ni por asomo. ¿Ensaladas? Una y gracias. ¿Pizzas, patadas, kebab y hamburgesas? Todas las posibles y más.

Por la tarde llegamos a la granja y hostel de Husey. Tras 30 kilómetros en una carretera de piedra suelta, encontramos la granja, junto una espectacular bahía, rodeada de montañas nevadas. Llegamos con tiempo de sobra, sobre las 5 de la tarde, por lo que dimos un paseo por el entorno, con la idea de ver focas. Nos alejamos de la granja y cogimos una pista, que supuestamente nos llevaría a la zona en la que se encontraban las focas. En la entrada se podía leer con claridad entre otras cosas, que recomendaban llevar un palo para defenderse del ‘great skua’. No especificaban que tipo de animal se trataba, por lo que decidi coger una pequeña estaca que había junto al camino, por precaución. Sobre el mapa de la zona pudimos ver que había una primera ruta de unos 4 kilómetros, y una segunda de más de 10. Empezamos a caminar, y poco a poco la niebla se nos fue echando encima. Tendríamos una visibilidad de 1o metros, por lo que no había problemas para seguir la pista. El viento era helador, por lo que nos tapamos todo lo posible y anduvimos un poco más ligeros, pensando en entrar en calor.

Media hora después, la niebla se disipo, e incluso salió un poco el sol. A todo esto, llevaba notando un buen rato que había un pajaro volando en círculo sobre nosotros y soltando graznidos. Levante el palo y lo agite en el aire para espantarlo. Obviamente, no se nos ocurrió pensar que nos iba a atacar, ni que podía tratarse del great skua, por lo que fuimos buena parte del camino pensando que tipo de animal podría ser el great skua. Después descubrimos que si que era el pajaro que nos rondaba. Si no hubiera agitado el palo, seguramente nos habría atacado.

Llegamos a orilla del río deseosos de encontrarnos las famosas focas. Leimos por internet que en esta ziona existía una importante colonia de focas, y que seguramente podríamos verlas. Nuestro gozo en un pozo. Tras darnos unos cuantos paseos por la orilla, y dejarnos la vista oteando el horizonte, decidimos volver, allí no había ninguna foca. La verdad es que estabamos ilusionados, y nos llevamos un chasco, pero sabíamos que no sería nuestra última oportunidad.

Islandia. Día 4. Hvoll – Berunes

El hostel de Hvoll fue seguramente el mejor de todos los que estuvimos. Más que un hostel, parecía un hotel. Como detalle, tenía 3 cocinas, por lo que no había que esperar a nadie para hacerse la cena. El entorno, tampoco tenía desperdicio. Aislados, y rodeados de ríos, lagunas, montañas… En el hostel coincidimos con una chica de Guadalajara, que llevaba trabajando todo el verano en Islandia. Por lo que nos comentó, había hecho un verano malisimo y casi no habían visto el sol.

Svartifoss y sus columnas de basalto

Ese mañana volvíamos a Skaftafell, nos quedaba alguna cosa por ver en la zona. De paso, llevamos a la chica de Guadalajara y a una amiga alemana al parque, ya que allí iban a coger el autobus de linea.

Hasta ese momento, solo nos habíamos movido por el área de la entrada, ya que debido a sus dimensiones, haría falta unos cuantos días para verlo entero. Por eso, decidimos ver el glaciar, y una de sus cascadas: Svartifoss. Para llegar hasta la cascada, realizamos un pequeño trekking de una hora, casi todo cuesta arriba. Pero merecio la pena. Las columnas de basalto, con su color negro, daban un aspecto increible al entorno. Por suerte, el tiempo nos respeto tanto a la ida como a la vuelta. Algunas gotas, pero nada comparado con lo del día anterior. Una vez reemprendimos la ruta, el tiempo cambió bruscamente. Otra vez. Lluvia, viento y frío. Lo normal en Islandia.

En esa tesitura, llegamos al lago glaciar de Jökulsárlón. Un lago plagado de icebergs, entre los que ibamos a navegar en un buque anfibio. Nos acercamos a la cafetería del lugar, y tras sacar los billetes, nos tomamos un chocolate. Estaba lloviendo a mares, y estando pegados a los bloques de hielo, podéis imaginaros que calor precisamente no hacía. En la misma cafetería coincidimos con un cicloturista, ¡en pantalón corto!, que estaba tomando algo para entrar en calor. Increible. Eso si que es mérito.

Anfibio de Jökulsárlón

Mientras esperabamos a que saliera el barco, nos compramos unos ponchos cutres en la tienda de souvenirs, en vista de que no paraba, y que teníamos que estar media hora en el barco, y bajo la lluvia. En ese momento llegaban dos japonesas, con ropa de primavera, que cuando nos vieron con los ponchos, y se los compraron ellas también. La diferencia es que nosotros llevabamos chaqueta, forro y térmica debajo del poncho, gorro de lana, guantes, etc., como se ve en la foto, iba embutido cual longaniza. En cambio, ellas iban con una chaqueta fina, y creo que no llevaban ni guantes.

Los barcos, o mejor llamarlos anfibios, eran una mezcla de barco y todoterreno. Nos llevaron sentados en el trayecto de tierra, y una vez navegando en el agua, ya podíamos levantarnos. Casi mejor, porque nos mojamos todo el culo en el banco de madera.

Iceberg en Jökulsárlón

El anfibio se iba acercando poco a poco a la zona del glaciar. Y todos sacando fotos como locos. La pena fue que la espesa niebla nos impidió verlo en toda su extensión. De todos modos, estabamos navegando entre los tempanos de hielo que se iban desprendiendo del glaciar, casi nada. Como parte de la visita, recogieron un trozo de hielo y nos dieron a probar pequeños cachitos, la verdad es que fue curioso. Pero más curioso fue ver a la guía coger un bloque de hielo de medio metro con las manos desnudas. Para echarse a temblar.

La anécdota, que siempre hay alguna, la protagonizaron una joven pareja, creemos que de algún país nórdico. Los muy bestias, llevaron en el barco a un bebe de meses, cuando podíamos estar a 0 o 2 grados tranquilamente. Pero lo peor no fue eso, sino que lo llevaban con un buzo fino de narices. El pobre empezó a berrear cuando llevabamos un rato, y como no paraba, tuvieron que meterlo en la cabina del capitan (que estaba abierta) para que se le pasara un poco. Y allí iba el capitan, con el volante en una mano y con el niño en la otra.  El padre, lo rodeaba con su chaqueta para darle calor. Inconscientes.

El mal tiempo continuo durante el resto del día. Parte de la jornada la pasamos montados en el coche, y no solo porque hiciera malo, sino porque nos quedaban bastantes kilómetros para llegar al siguiente hostel. A mitad de camino, paramos en la localidad de Hofn, para comer y hacer algunas compras en el supermercado. Hofn es un pueblo costero, y como tal, vive sobre todo de la pesca. Fue precisamente en el puerto, en un pequeño grill, donde degustamos uno de los bocadillos más lujosos que probaremos nunca: el bocadillo de langosta. ¿Alguien podía imaginar que esas dos palabras son compatibles? ¿Bocadillo+langosta? Obviamente, esta muy muy bueno, y al cambio costaba unos 8 euros. Hafnarbúðin se llamaba el sitio.

El día no dio para mucho más. El resto del viaje hasta el hostel fue duro. Entre el mal tiempo, que estaba bastante oscuro, y que no había mucho para ver por la zona, fuimos haciendo los kilómetros sin prisa pero sin  pausa. Solo paraba de vez en cuando para grabar un poco el paisaje. Circulabamos junto al mar, y era muy bonito, una pena que la niebla estuviera metida en las montañas y acantilados.

Litera de la habitación, y no era de Ikea

Y por fin, cuando estaba casi de noche, llegamos al hostel de Berunes. Se trataba de una antigua casa, tipica islandesa, de madera, que habían conservado tal cual. La familia se había mudado a una casa nueva, justo al lado, y habían abierto el hostel sin hacer ningún cambio ni reforma. Eso no significa que no fuera ni cómodo ni limpio, ya que estaba impoluto y teniamos todas las comodidades. Esa noche, compartimos el hostel con una familia alemana, con los coincidiriamos las siguientes noches.

Islandia. Día 3. Skogar – Hvoll

Si el segundo día de ruta se puede considerar el de las cascadas, el tercero lo podemos declarar como el días de los glaciares. Resulta curioso que escriba tan alegramente sobre estos fenómenos naturales, como si fuera lo más normal del mundo. Y es que un viaje de este tipo te puede cambiar radicalmente la forma de apreciar las cosas: una vez vistas tantas maravillas de la naturaleza, lo que en los primeros días era un asombro constante, en los últimos por ejemplo llegaba a convertirse en una cascada más, como si estuvieramos habituados a verlas en nuestro día a día. Es cuando vuelves a tu entorno, cuando despiertas y aprecias realmente lo vivido.

Y tras esta chapa, vuelvo al relato y a contaros como fue el tercer día. Salimos de Skogar sobre las 9, y en unos pocos minutos nos dirigimos hacia nuestro primer destino del día: el glaciar de Solheimajokull. Abandonamos la carretera, y nos metidos por una pista en muy mal estado, por la que tuve que conducir esquivando charcos, piedras, boquetes… y ovejas, hasta llegar a un aparcamiento. Teníamos el glaciar a la vista, a unos 1o minutos andando. No hace falta decir que el entorno era increible. Parecía que estabamos en la luna.

Glaciar Sólheimajökull

A medida que nos acercabamos veíamos con más detalle la lengua del glaciar. El frío era intenso. Siguiendo el curso de uno de los ríos que nacía en ese punto, llegamos incluso a tocar el hielo. Recomendaban no caminar sobre el hielo por precaución, no fuera a desprenderse algún tempano. Eso sí, había la posibilidad de hacer una ruta acompañado de un guía y con el material apropiado. Sólheimajökull es solo una de las lenguas de un inmenso glaciar, el Mýrdalsjökull (con una extensión de 600 km cuadrados), pero tenía 8 km de largo y 1 km de ancho.

Tocaba volver a la carretera, y si hasta ese momento habíamos tenido suerte con el tiempo, y vimos el glaciar solo acompañados del frío, en unos pocos minutos hubo un cambio radical: empezo a llover a mares. Hasta ese momento habíamos ido paralelos a la costa, a unos 2 km, pero la carretera 1 iba acercándose cada vez más al mar. Por consiguiente, el viento era cada vez más violento. Durante un par de horas, fuimos siguiendo la ruta y conduciendo con precaución. Pasamos casi sin detenernos en los dos siguientes paradas: Dyrhólaey y Dyrhólaey. Las dos se encontraban enclavadas en una península espectacular. Pudimos apreciar las vistas desde el coche, incluso en algún punto llegue a salir para grabar un poco, pero era un infierno: ni se podía grabar, ni se podía estar mucho tiempo a la intemperie. En esa tesitura, y tras atravesar un paso de montaña, llegamos al pueblo de Vik.

La playa de Vik, la única que pisamos

Con sus 300 habitantes, Vik es uno de los mayores nucleos habitados del entorno, este dato os puede servir para haceros una idea del modo de vida islandes.  Aprovechamos para hechar gasolina al coche y tomarnos un cafe en el grill de la gasolinera. En Islandia, las gasolineras son en muchas ocasiones el único sitio en el que tomar o comer algo. Todas tienen su supermercado y su grill, por lo que en muchos pueblos, en los que no hay ningún servicio más, son el punto de encuentro de los vecinos. En nuestro caso, nos salvaron el culo en más de una ocasión. Soliamos hacernos la cena en el hostel, pero para comer era difícil encontrar un restaurante, por lo que mucho días tiramos de grill, y gracias a que estaban.

Cañón en Kirkjubæjarklaustur

Precisamente, ese día comimos en la gasolinera de Kirkjubæjarklaustur. Antes de llegar a ese pueblo, atravesamos un desierto de unos 40 kilometros en los que no vimos ni rastro de civilización. A lo sumo, algo de ganado, pero poco. No era un desierto de arena precisamente, sino de piedras volcánicas, y de color verde, ya que estaban forradas de musgo. Antes de llegar al pueblo, nos desviamos por una pista, que se supone llegaba a algún sitio de interés,  así fue como descubrimos el cañón de la foto. Creo que tenía 3 o 4 km de largo.

Granja Nupsstadur

Ya por la tarde, visitamos la granja abandonada de Nupsstadur. Los descendiendentes de los últimos granjeros, decidieron dejar las casas tal y como estaban cuando su último habitante murió. Paseando entre las casas, se podía apreciar la curiosa forma de construir que tenían, usando la turba, hoy en día en desuso. Con sus tejados cubiertos de tierra y hierba, y sus anchos muros, de al menos medio metro. En la última casa habitada, había un cartel con las fotos y la biografía de dos hermanos, sus últimos habitantes, que fueron enterrados en el cementerio de la granja. Descubrimos sus lápidas visitando la curiosa iglesia de la granja.

El tiempo mejoro por la tarde, al menos ya no estaba lloviendo, así que como andabamos bien de tiempo, decidimos aprovechar y adelantar una de las visitas del día siguiente: el parque natural de Skaftafell. Mientras nos acercabamos al lugar, fuimos circulando en paralelo a uno de sus glaciares. Si el que visitamos por la mañana, Solheimajokull, nos pareció grande, lo de Skaftafell no tenía nombre. En este punto, hicimos uno de nuestros primeros rallyes ‘off-road’. Siguiendo las indicaciones de un cartel que indicaba un punto de interés, nos salimos de la carretera para meternos en una pista que atravesaba un entorno volcánico. Parecía que nos dirigiamos al glaciar, pero inesperadamente, nos encontramos en una pista de arena, en la que las ruedas del coche se iban hundiendo, todo esto escuchando como los bajos rozaban con la arena. Seguimos unos cien metros, pensando que aquel camino tenía que llevar a algún lado, pero tras intentar subir una cuesta, hundir las ruedas y darle un buen acelerón para salir marcha atras, decidimos largarnos por donde habíamos venido. Todo esto, con Esti echándome la bronca por meterme por meterme por ese camino.

Restos del antiguo puente

En esta zona de glaciares, la carretera 1 atraviesa ríos continuamente, algunos de los cuales suelen tener crecidas espectaculares. Unos pocos años antes, uno de esos puentes fue arrasado por la fuerza del caudal. Durante el tiempo de reconstrucción, los coches tuvieron que atravesar el río mediante barcazas. Hay que tener en cuenta que la carretera 1 es la única forma de moverse por la isla. En la foto se puede ver como quedo el puente, habían dejado este amasijo de hierro como recuerdo.

Para terminar el día visitamos parte del parque Skaftafell, concretamente, unos de sus glaciares. Mucho mayor que el visitamos por la mañana, no pudimos acercarnos todo lo que quisimos, ya que empezó a llover con insistencia y tuvimos que darnos la vuelta.

Islandia. Día 2. Laugarvatn – Skogar

Segundo día en Islandia. Con la perspectiva de todo viaje en la retina, puedo decir que fue uno de los más completos, por todo que lo pudimos ver. Amanecio sin lluvia, pero con un frío y viento heladores. Dejamos Laugarvatn, tras un gran desayuno en el hostel, para dirigirnos al primer punto del día: Geysir.

La verdad es que en Islandia muchas veces se tiene la sensación de estar caminando sobre la lava, y es por sitios como estos, en los que se filtra el agua hirviendo de la tierra con tanta fuerza. En esta zona de aguas termales, nos impresiono sobre todo por el geiser conocido como Strokkur. ¡Eso es escupir agua! Se trata de un geiser que se activa cada 5-10 minutos y lanza un potente chorro de agua que llega a los 20 metros de altura. Y ahí estabamos todos los turistas, cámara en mano, quietos y casi congelados, esperando para verlo en acción, hasta que ocurrió. Podéis verlo en el siguiente video:

[youtube http://www.youtube.com/watch?v=iVK2alaS4KA?hl=es&fs=1]

Y tras este espectáculo, volvimos a la carretera, nos aguardaba una de las cascadas más espectaculares de Islandia: Gulfoss. Para imaginarse la cantidad de agua y la fuerza con la que cae, basta decir que nos fuimos mojando desde que aparcamos (el aparcamiento estaba a unos 400 metros), y no por la lluvia, sino por la nube de agua que surgía de la cascada. Tuve que sacar el buff para ir secando continuamente la viodecámara. Pero merece la pena mojarse un poco. Te puedes acercar a un metro de distancia, y observar la doble caída en primera fila.

Gullfoss

Tocaba carretera de nuevo. Siguiendo las indicaciones de la ruta propuesta por la asociación de hostels de Islandia, por el camino nos teníamos de detener en un lugar llamado Skálholt, una especie de granja, además de centro religioso y educacional. Lo más destacado era la historia del lugar, que durante siglos fue un importante centro cultural y político. Sobre el papel, no era un sitio ni turístico ni masificado, pero nos sucedieron un par de anécdotas bastante curiosas. Las dos, cuando visitamos su catedral.

Nada más entrar por la puerta, nos dimos cuenta de cuan diferente es este país. En la entrada vendían postales y recuerdos, y no había nadie atendiendo. Solamente un cartel que decía: Si coges algo, deja el dinero encima de la mesa. No hace falta comentar nada, se lo que estáis pensando. Unos turistas alemanes que justo salian nos recomendaron visitar la cripta, ya que había una exposición. Y tras dejar el dinero de la entrada en una hucha, bajamos unas escaleras y nos plantamos en las entrañas de la catedral. Alucinante, un país en el que confían en las personas, sin picaresca.

Y en el subsuelo nos pasó la segunda anécdota. Visitando la exposición de lápidas antiguas, vimos que había un pasadizo que salía al exterior, sin tener que volver a subir a la catedral. Me imagino que sería una antigua vía de escape. Abrimos la puerta y vimos un tunel de piedra mal iluminado. Al fondo, la puerta de salida. Nada más adentrarnos, se cerró la puerta, y entonces descubrimos que solo podía abrirse desde el exterior. Entonces es cuando piensas, joder, ya se puede abrir la otra puerta. Y ya alucinas cuando empujas la puerta de salida y no se abre. Jeje. Con la poca luz que había no había visto la manilla y su mecanismo. A la segunda la abrí sin problemas, pero Esti ya se había puesto un poco nerviosa. La verdad es que si no llega a abrirse, nos hubieramos estado un buen rato ahí dentro, hasta que otros turistas volvieran a entrar, ya que obviamente no había ni una raya de cobertura. La típica anécdota de la que te ríes, pero una vez descubres que no ha pasado nada, por suerte.

Unos horas después, y tras parar a comer en Hella, descubrimos una cascada junto a la carretera, Seljalandsfoss, de la que no teníamos constancia, al no haber visto nada ni en libros ni en webs. No era la más alta, ni la que más agua movía, pero era seguramente la más especial: había un sendero por el que te adentrabas en el interior de la cascada, incluso podías bajar y tocar el agua. El camino rodeaba la caída de agua y volvías al mismo punto. Lo mas importante: llevar un buen chubasquero, porque sino te podías calar hasta los huesos.

Vista desde fuera
Vista desde dentro

Y si no habíamos tenido suficiente con Gulfoss y Seljalandsfoss, todavía nos quedaba una tercera cascada por visitar: Skogarfoss. Ya os habréis dado cuenta de que todos los nombres de las cascadas terminan con la palabra en foss, ¿por que será?

Esti con Skogarfoss de fondo

Skogar era la última parada del día, ya que el hostel estaba practicamente al lado de la cascada, la podíamos ver con solo asomarnos por la ventana. Con 60 metros de caída, impresionaba aún más a medida que te acercabas. En la parte derecha, había una empinada escalera que subía casí en vertical, y que te dejaba muy cerca del río. Vaya vistas, ¡y que altura! Desde abajo parecía alta, pero desde arriba, una pasada. A unos pocos metros de la cascada había un lugar de acampada y un par de tiendas instaladas, la verdad es que había que tener valor para atreverse a dormir en una tienda con el tiempo que había. En ese momento estaba lloviendo, haciendo bastante viento, y del frío, no voy a repetir lo mismo, no hace falta más que ver como va vestida Esti en la foto.

Para terminar el día, nos hicimos una sopa de sobre para entrar en calor y unas verduras congeladas salteadas. Más sano imposible.

Islandia. Día 1. Keflavik – Laugarvatn

El avión de los Iron Maiden

Nuestro primer despertar en islandia fue tal como esperabamos: con lluvia, frio y viento. El tiempo no era bueno esos días en la isla. Al parecer, el huracan Irene también había hecho de las suyas por esos lares. Tras desayunar, nos acercaron al aeropuerto, ya que teniamos que recoger el coche de alquiler, y nos llevamos la primera sorpresa del viaje, al encontrarnos aparcado el avión de los Iron Maiden. ¡Casi nada! En ese momento pense que igual tocaban en la isla, pero unos días después descubri que Bruce Dickinson es piloto ocasional de Iceland Express, la compañía con la que viajamos. Y no, no fue nuestro piloto.

Ya con el volante en las manos, y con un Polo nuevito, iniciamos el Ring Road sentido sur, queríamos recorrer la península de Reykjanes por la costa sur, ya que ibamos a dejar la capital Reyjkavik (al norte de la península) para el final del viaje. Nuestra primera parada fue en uno de los lugares más fotografiados de Islandia, y unos de los iconos del país: el Blue Lagoon.

Espectacular foto (no nuestra) de la laguna

La Laguna Azul es un complejo de baños termales al aire libre, espectacular sobre todo por el azul intenso de su agua, realzado aún más por el terreno volcánico que lo rodea. Nuestra primera intención era darnos un bañito en esas cálidas aguas, pero nos pudo la lluvia. Pase que con 10 grados te animes a meterte en un agua que está a 38 grados, pero la lluvia nos chafo los planes. De todas maneras, pudimos dar un paseo por las lagunas exteriores, que son igual de bonitas, pero que no tienen agua caliente.

Vista de Seltun desde su zona más alta

Siguiendo la carretera del sur, nos encontramos con los primeros pueblos costeros, que nos sirvio de toma de contacto con la realidad islandesa. Asimismo, descubrimos los primeros tramos de grava en la carretera, kilometros y kilometros conduciendo por un entorno volcánico, entre la niebla, y con el ruido de la grava bajo las ruedas como banda sonora. Curva a curva, recta a recta, nos detuvimos en el área geotermal de Seltun. Bajo la lluvia, recorrimos los pozos de agua hirviendo, ‘deleitándonos’ con el intenso olor que desprendían. ¡Que mareo y que mala gana!

Tras parar a comer en un italiano (pedazo pizza que nos pusieron), reemprendimos la ruta con dirección a Pingvellir, uno de los lugares más emblemáticos de Islandia.

Caminando entre muros

Impresiona el entorno en sí. Junto a uno de los mayores lagos de la isla, se puede pasear entre muros de piedra, creados por las dos fallas que dividen el entorno, y entre esas paredes de piedra, te puedes encontrar preciosas cascadas. Además del valor paisagístico y natural, este lugar es una referencia ineludible en la historia de Islandia: en el año 930, se reunió en este enclave el primer parlamento islandes. Casi nada. Y aquí hablan de democracia, ja.

Unos paseos y unos paisajes más tarde, ya solo nos quedaba llegar a nuestro primer hostel del día, el de Laugarvatn. Estaba a unos pocos kilómetros, por lo que llegabamos con tiempo para ver algo del pueblo. Al llegar a la recepción, nos comentaron que en el pueblo había un centro de baños termales, por lo que nos animamos a darnos un chapuzon. Más, teniendo en cuenta que nos habíamos quedado sin bañarnos en el Blue Lagoon. Seguía haciendo frío, pero por suerte había dejado de llover. Así que, con el bañador y toalla en la mochila, nos fuimos al centro Fontana.

Foto sacada desde el agua

Disponía de varias piscinas, todas al aire libre, cada una con una temperatura distinta, entre los 36 y 44 grados. Que gran sensación: tumbado en la piscina, disfrutando de las vistas al lago, con el calorcito, entre la bruma… eso es via. Eso sí, ¡vaya contraste al salir del agua! afuera haría unos 8-10 grados.