Islandia. Día 9. Osar – Grundafjordur

Tras el mal día anterior, Osar amaneció con otro color y luz. Tampoco es que fuera el día más claro de todo el viaje, pero al menos daban ganas de salir a la calle. Y teníamos un objetivo: nos esperaban las focas. A pesar del mal tiempo de la noche anterior, la nieve no había cuajado, solo las cumbres de los montes se teñían de blanco. En la planta  inferior del hotel, nos encontramos varias tiendas de campaña, secándose, sobre las mesas. Al parecer, algunos aventureros tuvieron que resguardarse en el hotel en vista del infernal clima que hacia fuera.

Y volvimos de nuevo a bajar por la misma pista que el día anterior, dirección, la playa. Hacia mucho menos frío, y con las fuerzas y el animo intacto, nos encontrábamos de nuevo en la playa de arena negra. Intentábamos vislumbrar algo en el agua, y de vez en cuando se veía movimiento, un punto negro que se asomaba entre las gélidas aguas y volvía a desaparecer. Pero siempre en el centro de la bahía, bastante alejado. Pasaban los minutos y se veían cada vez más puntos, y sobre todo, cada vez más cerca. Hasta que al final empezamos a distinguir sus cabezas: las focas estaban ahí. Tímidamente, pero con curiosidad, sus cabezas aparecían y desaparecían a menor distancia. Las distinguíamos perfectamente. Y encima no había solo una, en algún momento llegaron a ser cinco las que estaban frente a nosotros, a unos siete metros. Como por arte de magia, la playa pasó de estar vacía a tener focas por todos los lados, además de las cercanas, habría diez más nadando en aguas más lejanas. La pena fue que no se acercaron más. Teníamos la esperanza de verlas en la arena, pero eso es mucho pedir. Curiosas si, pero tontas no. Y así estuvimos un buen rato, disfrutando del seguramente momento más inolvidable de Islandia, hasta que al final las focas se cansaron de nosotros y se fueron a nadar a otras aguas. Increíble experiencia durante los minutos que duro.

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Eran solo las 9 de la mañana, y nos esperaba otro día en la carretera. Volvimos por los 30 kilómetros de pista y accedimos a la 1, la vía principal del país. A diferencia del horroroso día anterior, parecía que el tiempo mejoraba, al menos había dejado de nevar y estábamos a más de 5 grados. Seguimos  la carreta de la costa durante al menos una hora, y aproveche que nos encontramos una gasolinera para tomar un café de maquina, que no estaba malo, y picar algo. Se hace hambre viajando.

Recreación de la casa de Erik el Rojo

El siguiente lugar a visitar era Eiriksstadir, la granja de Erik el Rojo, supuesto descubridor de América. No se que rigor histórico o científico tendrá. Obviamente, los españoles se adjudican el tanto, pero a su vez los islandeses tienen su propia teoría: fueron los habitantes de su isla los primeros en arribar a las costas americanas, y mucho antes que Colón. Lo dicho, no se que rigor puede tener tanto una teoría como la otra, pero creo antes a los nórdicos. El lugar estaba un poco escondido, nos costo dar con el, y encima cuando llegamos, estaba cerrado. No porque hubiéramos llegado tarde, sino porque estábamos fuera de temporada. De todos modos, el recinto se podía visitar. Habían construido una reproducción de la casa que en su tiempo habito Erik. De muros gruesos, y techo de turba, perfecta para soportar el frío invernal islandés. No pudimos entrar a verla, pero el entorno, con lagos, prados y montañas era premio suficiente para el visitante. Incluso hacían una representación en temporada alta.

El soleado día invitaba a recorrer cuantos más kilómetros mejor. Así que aprovechamos para hacer una buena ración de pista de grava: si nos quejábamos de los 30 km matutinos, para el mediodía nos esperaban 50 más. Nos adentrábamos en la península de Snæfellsnes. Con paciencia y buena letra, disfrutando de los paisajes costeros, adonde habíamos retornado, transitamos por una carretera comarcal hasta la hora de comer. Por el camino, pasamos por granjas aisladas, playas solitarias, y nos cruzamos con unos pocos coches, en su mayoría todoterrenos. Por momentos, la conducción resultaba monótona, pero no hay como ir fijándose en el increíble paisaje que te rodea para disfrutar como un enano. Incluso llegamos a pasar junto a unas pequeñas islas, de escasos 200 metros cuadrados, donde habían construido alguna granja. No pudimos acercarnos mucho, pero parecía que estaban deshabitadas. Y no es extrañar. Eran unas cuantas islas similares, diseminadas junto a la costa, cerca de la orilla, y sin forma de llegar a tierra si no era en barco. En su día podía ser un buen lugar, pero hoy en día la supervivencia resultaría complicada sin las comodidades a las que estamos habituados.

Por fin, cambiamos la grava por el asfalto, y nos adentramos en la civilización. Era la hora de comer. Como cada día, teníamos que buscar un lugar donde llenar el estomago. Nos encontrábamos cerca del pueblo de Stykkishólmur, por lo que nos dirigimos al mismo. Supuestamente, y siguiendo los consejos de la guía, no tendríamos problemas para comer en un restaurante. Error. Recorrimos el pueblo un par de veces, nos detuvimos e intentamos entrar en par de locales, pero fue en vano. Una vez más, nos vimos abocados al grill de la gasolinera. Nos quedaba el consuelo de que conocíamos el menú mejor que el del Larrea, así evitábamos sorpresas. Y no las hubo. Era sota, caballo y rey, pero sabias con seguridad lo que te iban a sacar.

La costa de Snaefellsness

Para la tarde no aguardaba unos de los mayores espectáculos de Islandia: el parque natural de Snæfellsjökull, situado en la península de parecido nombre: Snaefellsness En un área al menos 50 km cuadrados, volcanes, acantilados, playas y demás fenómenos naturales adornaban un paisaje descomunal. En vez de continuar por la costa, cambiamos el sentido de nuestra ruta para dirigirnos al sur y completar la vuelta a la península en el otro sentido. Al salir de Stykkishólmur, comenzamos la ascensión a una cadena montañosa, y volcánica, en la que el viento nos hizo dar un par de peligrosos volantazos. Nunca he conducido con tanto viento, ni en Lanzarote. El coche se tambaleaba y nos obligaba a conducir despacio, aunque transitábamos por una de las carreteras mejor asfaltadas de las que nos encontramos. Al bajar el puerto, por la otra cara de las montañas, el viento aumento considerablemente, en contra de lo que preveíamos.

En este lado de la montaña, los paisajes eran brutales. El contraste de colores impresionaba: verdes, amarillos y marrones de distintas tonalidades, daban un aspecto de dibujos animados a las montañas. Era imposible no desviar la mirada una y otra vez de la carretera. Kilómetros y kilómetros, con el mar a la izquierda y las montañas a la derecha, y entre ellas, la pista por la que circulabamos. El viento soplaba con tal fuerza que daba miedo hasta bajarse del coche. Solo quedaba agarrar con fuerza el volante y resistir sus abatidas como podíamos. El agua del mar se elevaba varios metros, empujada por el viento, y creando figuras imposibles, que subían y bajaban sin cesar. La verdad es que no invitaba a bajarse del coche a grabar, una pena.

El impresionante volcán Snaefell

Poco a poco nos aproximábamos al volcán de Snaeffellsjokull, aquel que describía Julio Verne en su libro ‘Viaje al centro de la tierra’. Junto al volcán se podía visitar un glaciar, e intentamos acercaron lo máximo posible al mismo. Tras desviarnos de la carretera principal, nos adentramos en una pista, que en ningún lado indicaba fuera de montaña. La carretera de tierra y piedras fue cogiendo cada vez un peor aspecto, nos cruzamos con una par de todoterrenos que descendían, y continuamos nuestro camino, cada vez con mas dificultad. Llegó un momento en el que solo podíamos subir en primera, suave suave y esquivando pedruscos considerables. Finalmente, decidimos darnos la vuelta, en vista de que el terreno no parecía fuera a mejorar. Nos detuvimos en un pequeño llano, junto a la cueva de Sönghellir, y aprovechamos para girar. Justo cuando comenzamos el descenso, nos quedamos alucinados al ver bajar un autobús, a toda velocidad, por la pista por la no nos atrevíamos a continuar. Impresionante.  Obviamente se trataba un autobús 4×4.

Antiguo secadero de bacalao

Descendimos con cuidado, y volvimos a nuestra carretera. Nos quedamos sin ver el glaciar, pero no hacia falta subir tan arriba para disfrutar de la inmensidad del volcán. Durante kilómetros y kilómetros, se apreciaba la lava en sus laderas, en ese estado desde la ultima erupción. Fuimos rodeando el volcán y deteniendonos en varios puntos, siempre que el paisaje merecía la pena: antiguos secaderos de bacalao, inospitas playas, rompeolas, … Tardamos toda la tarde en dar la vuela a la península, siempre con el volcán a la vista. Los pueblos de esta zona costera, eran pueblos pesqueros, como la mayoría de los que visitamos en la isla.

Llegamos a nuestro destino, Grundarfordur, para las 6 de la tarde, por lo que nos dio tiempo de sobra a encontrar el hostel, dejar las mochilas y salir a cenar a uno de los bares del pueblo. A diferencia de lo que habíamos padecido durante todo el viaje, en esta ocasión nos encontramos una localidad con mas vida social de lo que nos había deparado Islandia. Esa noche, en la cafetería Kaffi 59, se celebraba una espectáculo de humor en vivo, teatro, musica, payasos, etc. Y allí nos metimos. Los vecinos pagaban la entrada con tarjeta, una muestra mas de la afición islandesa de pagar todo con tarjeta. A nosotros no nos cobraron nada, ya que se notaba a leguas que no éramos del pueblo, y no estabamos interesados en la actuación. Así que mientras cenábamos, toda la juventud del pueblo se partía de risa con los comediantes, que creíamos eran ingleses. Por lo poco que vimos y entendimos tenía muy buena pinta. Fue un buen colofón para un gran día.